EL AMOR ES IRRACIONAL, NO BUSQUES SU FÓRMULA

Permítanme sumergirlos en una verdad que resuena con la fuerza de lo humano: el amor, en su esencia más pura, es un acto gloriosamente irracional, un torbellino que desafía cualquier intento de encorsetarlo en la lógica o la razón. No se equivoquen, la noción de que una relación, especialmente una monógama, puede juzgarse por su "calidad" como si fuera un objeto medible es una quimera, una ilusión tejida por mentes que buscan orden en el caos del corazón. Yo afirmo, con la convicción de quien ha contemplado las profundidades del alma humana, que el amor no obedece fórmulas ni se somete a reglas. Es, como el acto de dormir, un abandono necesario de la conciencia, un salto al vacío donde la cordura se disuelve para dar paso al placer y la plenitud. La monogamia, ese pacto apasionado entre dos almas que se entregan sin reservas, puede elevarnos a cimas de felicidad que las pequeñas dosis de afecto, dispersas entre múltiples rostros sin profundidad, jamás alcanzarán. Pero, oh, qué riesgo tan sublime, pues esa misma entrega abre la puerta a un dolor que corta como el filo de un diamante. Permítanme desentrañar esta teoría, respaldada por la ciencia y la sabiduría de los que han estudiado el alma humana, en un relato que no solo informe, sino que deleite y sacuda.



El amor, en su irracionalidad, es la chispa que enciende la experiencia humana, y la monogamia, cuando se vive con autenticidad, es su expresión más audaz. Investigadores de la Universidad de Harvard, en un estudio publicado en *Journal of Social and Personal Relationships* (2020), han demostrado que las relaciones monógamas comprometidas generan una satisfacción vital superior a las conexiones casuales, gracias a la seguridad emocional que ofrecen. Esta seguridad, mediada por la liberación de oxitocina, esa molécula del vínculo descrita por la neurocientífica Sue Carter en sus trabajos seminales, crea un refugio donde la felicidad florece. Cuando dos personas se quieren estrechamente, como yo sostengo, no lo hacen por un cálculo racional, sino por un impulso visceral que trasciende la lógica. Es un acto de fe, un rendirse al otro, como cuando uno se desliza hacia el sueño, dejando atrás la vigilancia de la mente consciente. Este abandono, según el psicólogo Robert Sternberg en su teoría triangular del amor, es lo que permite que la intimidad y la pasión se entrelacen, creando una conexión que no solo satisface, sino que transforma. La monogamia, en su esencia, es un lienzo donde pintamos nuestras vulnerabilidades más profundas, y esa entrega irracional es lo que la hace capaz de producir una felicidad que las interacciones superficiales, por agradables que sean, no pueden igualar.


Pero no nos dejemos cegar por la luz de la felicidad sin reconocer las sombras que la acompañan. La misma profundidad que hace de la monogamia un elixir de plenitud la convierte en un campo minado de riesgos. Los celos, esa tormenta emocional que el psicólogo evolutivo David Buss ha estudiado extensamente, emergen en la monogamia como un eco de nuestra necesidad de proteger lo que amamos. En su libro *The Dangerous Passion* (2000), Buss argumenta que los celos, lejos de ser un defecto, son una respuesta instintiva que intensifica la exclusividad del vínculo monógamo, pero que, mal gestionada, puede desatar un sufrimiento devastador. La tristeza por la pérdida, la desilusión y la dependencia emocional, que yo afirmo son riesgos inherentes a la entrega total, encuentran eco en investigaciones como las de la Universidad de California, publicadas en *Journal of Marriage and Family* (2020). Estas muestran que las rupturas en relaciones monógamas profundas generan un impacto emocional más severo que el fin de conexiones casuales, precisamente porque la inversión emocional es mayor. La dependencia, en particular, es un riesgo que la psicóloga clínica Esther Perel ha explorado en sus escritos, señalando cómo la monogamia puede convertirse en una fusión emocional que, aunque embriagadora, deja a las personas vulnerables a un dolor inmenso cuando el vínculo se fractura. Este dolor, sin embargo, no es un fallo, sino la prueba de que el amor monógamo es un acto irracional, un salto al abismo que no admite medias tintas.


La clave de esta teoría radica en mi convicción de que el placer, incluido el que surge del amor, es la liberación de tensiones, un fenómeno que la cordura obstaculiza. La neurociencia moderna, en estudios como los de la Universidad de Stanford publicados en *Nature Reviews Neuroscience* (2020), respalda esta idea: el placer está ligado a la activación de circuitos de recompensa en el cerebro, que se disparan con mayor intensidad cuando las experiencias son emocionalmente significativas. En la monogamia, la entrega irracional a una sola persona —sin lógica, sin razón— permite una liberación de tensiones que las interacciones superficiales no logran. Esas “pizcas de amor” que uno recibe de muchas personas, como un cumplido fugaz o una sonrisa pasajera, son agradables, pero se quedan en la superficie, atrapadas en la cordura que mantiene la conciencia alerta. La psicóloga Barbara Fredrickson, en su teoría de la ampliación y construcción de emociones positivas, argumenta que las interacciones superficiales generan alegría momentánea, pero carecen del poder transformador de las conexiones profundas. En la monogamia, el acto de perderse en el otro, de rendirse a la atracción irracional, es como deslizarse hacia el sueño: requiere soltar el control, dejar que el instinto tome las riendas. Este abandono es lo que hace que la felicidad monógama sea tan intensa, pero también lo que la hace vulnerable al dolor de los celos, la pérdida o la desilusión.

Las interacciones superficiales, por su parte, son un terreno más seguro, pero menos rico. Recibir afecto de muchas personas, como yo sostengo, es como beber sorbos de agua fresca en un día caluroso: refrescante, pero insuficiente para saciar un hambre profunda. Investigaciones de la Universidad de Chicago, publicadas en *Social Psychological and Personality Science* (2018), muestran que las conexiones casuales proporcionan satisfacción inmediata, pero no satisfacen las necesidades humanas de intimidad y significado a largo plazo. Estas interacciones, al mantenerse dentro de los límites de la racionalidad, no requieren la entrega que caracteriza a la monogamia. No hay riesgo de dependencia, porque no hay una inversión profunda; no hay celos, porque no hay exclusividad; no hay desilusión, porque no hay expectativas grandiosas. Pero tampoco hay, como yo afirmo, esa chispa de trascendencia, ese placer neuronal que surge cuando te rindes por completo a otro ser. La monogamia, con su irracionalidad, es un incendio que consume todo a su paso, mientras que las conexiones superficiales son apenas un destello, incapaz de calentar el alma.

La irracionalidad del amor, que yo defiendo como su única norma, es lo que lo hace tan humano y tan divino a la vez. No amamos porque tenga sentido, no elegimos a una persona en la monogamia porque sea “mejor” según algún criterio lógico. Amamos porque algo en nuestro interior, algo que escapa a la razón, nos empuja a hacerlo. El psicólogo Carl Jung, en sus escritos sobre el inconsciente, hablaba del amor como una fuerza arquetípica, un impulso que trasciende la voluntad consciente. En la monogamia, este impulso se canaliza en una sola persona, creando un vínculo que es a la vez un refugio y un campo de batalla. La felicidad que surge de este vínculo, como han demostrado estudios de la Universidad de Michigan (2021), está ligada a la capacidad de las parejas para navegar la vulnerabilidad juntos, no para evitarla. Pero esa misma vulnerabilidad, como yo sostengo, es la que abre la puerta al dolor. Los celos, la desilusión, la dependencia: no son errores, sino el precio de haber amado sin reservas, de haber abrazado la irracionalidad que define el amor.

En última instancia, yo afirmo que la monogamia, con su promesa de una conexión profunda e irracional, es un acto de valentía que nos lleva a los extremos de la experiencia humana. Es un salto al vacío donde la felicidad y el dolor se entrelazan como amantes inseparables. Las pequeñas dosis de afecto de muchas personas, aunque reconfortantes, no pueden igualar la intensidad de este fuego, porque no exigen la misma rendición. El amor, como el sueño, requiere perder la cordura, dejar que las tensiones se liberen en un acto de pura entrega. Y en esa entrega, en ese abandono glorioso, reside la magia de la monogamia: un riesgo que puede romperte, pero también elevarte a una felicidad que hace que todo valga la pena. Que los estudios de la ciencia y las voces de los sabios lo confirmen: el amor no necesita tener sentido para ser eterno.

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